LA CAPILLA ROTHKO
UN SANTUARIO LAICO PARA LA LUZ, EL SILENCIO Y LA TRASCENDENCIA
PLÁSTICA
Revista de Arte
12/9/20254 min read


“El arte es una aventura hacia un mundo desconocido, que sólo pueden explorar quienes están dispuestos a arriesgarse.”
Mark Rothko
En el corazón del barrio de Montrose en Houston se levanta uno de los experimentos más influyentes y más enigmáticos del arte del siglo XX: la Capilla Rothko. Lejos de las narrativas institucionales del museo tradicional, este espacio inaugura una categoría distinta: un santuario laico, una cámara de contemplación en la que el visitante se convierte en el centro activo de una experiencia que entrelaza pintura, luz, arquitectura, silencio y música.
Desde su apertura en 1971, la Capilla Rothko se ha consolidado como un laboratorio de espiritualidad moderna y un símbolo del poder del arte para convocar una dimensión introspectiva que trasciende las identidades culturales, religiosas y políticas.
La génesis de la capilla está íntimamente ligada a los filántropos Jean y Dominique de Menil, cuyo compromiso con el arte como herramienta de transformación espiritual y social marcó la escena cultural de Houston. Buscaban un espacio que no solo albergara obras, sino que propiciara estados de conciencia.
Rothko ya entonces una figura cardinal del expresionismo abstracto aceptó un encargo que modificaría para siempre el rumbo de su obra. Su papel no fue únicamente el de pintar una serie de murales; se involucró profundamente en la conceptualización arquitectónica y luminosa del edificio, insistiendo en que la experiencia final debía ser una unidad indivisible.
La capilla, en este sentido, es el testamento creativo de Rothko, quien falleció en 1970 sin verla terminada.
El diseño arquitectónico, desarrollado por Philip Johnson y luego reinterpretado por Howard Barnstone y Eugene Aubry, opta por un lenguaje radicalmente austero. Su planta octogonal responde tanto a la tradición de los espacios sagrados del Baptisterio de Florencia al Domo de la Roca en Jerusalén como al deseo moderno de crear un volumen que no imponga una dirección jerárquica.
El exterior de ladrillo, sobrio y silencioso, funciona como una membrana que separa el mundo cotidiano del espacio interior de suspensión. Una vez dentro, la luz cenital filtrada desde el techo organiza la atmósfera. No ilumina de manera uniforme: se derrama, vibra, cambia. El tiempo, literalmente, modifica la pintura.
Rothko concibió este comportamiento lumínico como parte integral de la obra. Cada lienzo es un cuerpo que absorbe, retiene y transfigura la luz, generando una fenomenología cambiante que sitúa al espectador en un flujo continuo de percepción.
Los catorce lienzos monumentales, realizados entre 1964 y 1967, representan la fase final de la trayectoria de Rothko. Su paleta se asienta en tonos profundos negros, violetas, púrpuras, marrones humeantes que reducen casi a cero la figura y la forma, provocando que la energía pictórica se manifieste en el límite de lo perceptible.
Para Rothko, la pintura era un medio para confrontar las preguntas esenciales de la existencia. Los grandes campos oscuros funcionan como pantallas de proyección emocional en las que el visitante inscribe sus propias inquietudes, miedos y esperanzas. Muchos describen la experiencia como “estar dentro de un pensamiento”.
Este “vacío fértil” evade cualquier interpretación dogmática: no pertenece a una religión específica, sino a la dimensión humana universal de la búsqueda.
Aunque la capilla contiene textos sagrados de diversas tradiciones, su carácter es explícitamente interreligioso. La intención de los de Menil fue crear un espacio para el diálogo espiritual, la meditación y la convivencia ética. Aquí conviven ceremonias sufís, conferencias de derechos humanos, vigilias por la paz y meditaciones de la comunidad local.
La Capilla Rothko propone una espiritualidad horizontal, no vertical: una que surge del encuentro, la escucha y la introspección compartida.
La relación entre la capilla y la música es inseparable de la obra Rothko Chapel (1971) de Morton Feldman, amigo cercano del artista. Compuesta para la inauguración del espacio, la pieza traduce la cualidad atmosférica de los murales en una sonoridad suspendida, casi táctil.
Las pausas largas, los timbres tenues y los gestos mínimos de la partitura funcionan como una arquitectura invisible que acompaña la experiencia visual sin dominarla. Feldman escribió que deseaba crear “un sonido que no interfiriera con el silencio, sino que lo ampliara”.
En 2024, el huracán Beryl golpeó Houston y provocó daños significativos en el techo de la capilla. La filtración de agua afectó parcialmente algunos murales, haciendo necesario un cierre temporal y un proceso de restauración especializado.
El incidente subrayó la fragilidad del arte moderno, especialmente cuando los materiales originales pigmentos, barnices, soportes reaccionan de manera distinta ante condiciones climáticas extremas. También reavivó preguntas esenciales sobre la conservación de obras concebidas como experiencias vivas y no solo como objetos.
La restauración actual no se centra únicamente en reparar estructuras, sino en recuperar la atmósfera: ese equilibrio exacto entre luz, sombra y silencio que define a la capilla.
A lo largo de cinco décadas, la Capilla Rothko ha influido profundamente en artistas, arquitectos, músicos y filósofos. Es un punto de referencia para prácticas site-specific, instalaciones inmersivas, aproximaciones fenomenológicas a la luz y estudios sobre estética espiritual contemporánea.
Su relevancia radica en romper un paradigma, el arte no es solo algo que se mira, sino un estado al que se entra.
En un mundo saturado de estímulos, la capilla propone un gesto casi revolucionario: desacelerar. Invita a olvidar el afuera, a respirar con la obra, a aceptar que la contemplación puede ser un acto transformador.
La Capilla Rothko no es un monumento; es una conversación con lo invisible. Es un espacio que nos recuerda que la experiencia estética puede acercarse a la experiencia espiritual cuando se libera de dogmas y se abre al misterio.
El visitante que entra sale distinto. No por un acto de fe, sino por un acto de mirada.






