EL CASCANUECES
GENEALOGÍA ESTÉTICA DE UN SUEÑO MODERNO
ESCENICAS
Revista de Arte
12/18/20254 min read


Pocas obras del repertorio occidental han logrado una permanencia tan absoluta y, al mismo tiempo, tan flexible como El Cascanueces. Cada año regresa, puntual, casi inevitable, como una ceremonia compartida entre generaciones. Su repetición no lo vuelve trivial: lo consagra. Como los mitos, no necesita ser comprendido del todo para operar. Basta con ser experimentado.
Estrenado en 1892 en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, con música de Piotr Ilich Chaikovski y coreografía inspirada en Marius Petipa realizada finalmente por Lev Ivanov, el ballet toma como punto de partida el cuento El cascanueces y el rey de los ratones de E. T. A. Hoffmann. En escena, la historia parece sencilla: Clara recibe un cascanueces de madera que cobra vida, derrota a los ratones y se transforma en príncipe para conducirla al Reino de los Dulces. Sin embargo, detrás de su apariencia festiva se despliega una obra compleja, incluso paradójica.
El Cascanueces es un ballet asociado a la infancia, pero atravesado por una profunda melancolía. Es una pieza popular, construida con una sofisticación musical extrema. Un espectáculo aparentemente ingenuo que, observado con detenimiento, habla de transformación, deseo, miedo, disciplina y orden social. Más que una obra navideña, es una estructura simbólica: un dispositivo estético que articula música, cuerpo, espacio, memoria y poder. Un sueño cuidadosamente coreografiado.
El punto de partida no es luminoso. El relato original de Hoffmann, publicado en 1816, pertenece al romanticismo alemán tardío, un movimiento fascinado por los límites de la razón, la ambigüedad de la infancia y la vida secreta de los objetos. En su versión, la infancia no es un refugio seguro, sino un territorio permeable donde lo animado y lo inanimado se confunden. Los juguetes observan, conspiran y sufren; el hogar burgués símbolo de estabilidad se transforma en un escenario de amenaza. El cascanueces no es un príncipe encantado, sino una figura herida y grotesca, resultado de un hechizo.
Hoffmann escribe para adultos y utiliza la infancia como metáfora de lo inconsciente. Crecer, en su visión, no implica abandonar el miedo, sino aprender a convivir con él. Cuando Alexandre Dumas adapta el cuento en 1844, lo hace desde una sensibilidad distinta. El romanticismo francés suaviza la oscuridad alemana y convierte el relato en una narración más accesible, más moral, más narrativa. La violencia simbólica se atenúa; la fantasía se vuelve espectáculo.
Esa versión es la que llega a Rusia y, finalmente, a Chaikovski. El contexto es decisivo: el Imperio ruso de finales del siglo XIX utiliza el ballet como herramienta cultural, pedagógica y política. El escenario se convierte en un espacio de orden, jerarquía y belleza controlada. Chaikovski compone El Cascanueces en un momento personal complejo; la música que escribe no es ligera. Incluso en sus pasajes más brillantes, late una nostalgia delicada.
La partitura introduce una innovación tímbrica crucial: la celesta, instrumento recién inventado, cuyo sonido no remite a la realidad física sino a un espacio mental el del recuerdo, el deseo, lo inalcanzable. Desde entonces, ese timbre quedó asociado a lo mágico. Musicalmente, El Cascanueces no narra tanto una historia como un estado interior: avanza como avanza el sueño, por episodios, contrastes, repeticiones y fugas.
El estreno de 1892 fue recibido con frialdad. La crítica lo consideró fragmentado, irregular, excesivamente infantil. Lo que no se comprendió entonces es que su estructura episódica no era un defecto, sino una cualidad moderna. El ballet no progresa de forma lineal: se despliega como un desfile, como una colección de imágenes. Esta lógica anticipa el lenguaje cinematográfico, el collage y, en cierto sentido, la instalación contemporánea.
La danza organiza cuerpos en el espacio con una precisión casi arquitectónica. Cada gesto está codificado. El cuerpo infantil aparece como promesa; el cuerpo adulto, como técnica. La obra articula ambos mundos sin resolver del todo su tensión. Desde sus primeras puestas en escena, El Cascanueces ha sido también un laboratorio escenográfico: árboles que crecen hasta el techo, habitaciones que cambian de escala, universos construidos con nieve, azúcar y geometría.
El Reino de los Dulces, con su sucesión de danzas inspiradas en imaginarios extranjeros, ha sido objeto de debate contemporáneo. Estas escenas reflejan una visión decimonónica del exotismo, donde lo otro funciona como ornamento. Las reinterpretaciones actuales han cuestionado esa mirada, resignificando las danzas, eliminando caricaturas o transformándolas en exploraciones abstractas del ritmo y la forma. El ballet demuestra así su capacidad de ser revisado sin perder su esencia.
Clara o Marie no es solo una niña: es una figura de tránsito. No baila como adulta, pero observa; no domina el espacio, pero lo atraviesa. Su viaje no es geográfico, sino psicológico. El cascanueces, por su parte, es un objeto que deviene sujeto: un juguete que se convierte en cuerpo. En esa transformación se inscribe una metáfora central del arte: la materia que adquiere vida a través de la mirada.
Hoy, El Cascanueces es el espectáculo más representado del ballet clásico. Su éxito económico sostiene compañías enteras, especialmente gracias a la popularidad de la Suite del Cascanueces, convertida en fenómeno mundial. Pero su permanencia no se explica solo por tradición. Se explica por su capacidad de activar la memoria sensorial. Para muchos, es el primer encuentro con la música sinfónica, con el teatro, con la danza. Un umbral estético.
En una época dominada por pantallas y consumo inmediato, El Cascanueces propone algo radical: atención, silencio y tiempo compartido. No es una obra del pasado, sino una obra que se reactiva cada vez que se interpreta. Su dulzura es apenas una superficie; debajo palpita una reflexión profunda sobre el crecimiento, la imaginación y la fragilidad de lo humano.
Como todo gran arte, no ofrece respuestas definitivas. Ofrece una experiencia. Un sueño organizado con precisión milimétrica. Un espejo en el que cada época se reconoce. Y tal vez por eso, año tras año, seguimos regresando a él.






