
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha realizado una magnífica publicación de carácter culinario, se trata de un recetario configurado por 25 platos ideados por chefs españoles de renombre; un diálogo entre arte y gastronomía; un viaje a través del gusto, entendido como sentido y como estética.
Los chefs seleccionados recorrieron las salas del Thyssen buscado inspiración en una pintura del museo. Cada uno de ellos eligió una obra y realizado una receta. No se buscó una traslación literal de la obra al plato, sino una inspiración que pudiera aparecer a través del tema de la obra elegida, la textura del material utilizado por el artista, los colores…

Cada cocinero explica, en un breve texto, por qué ha elegido esa obra y qué elementos del cuadro le han llevado a crear ese plato. Después está la elaboración de la receta con el listado de ingredientes, acabado y presentación
El Museo ha mostrado siempre interés por el mundo de la cocina, ofrece desde hace tiempo al visitante un recorrido gastronómico a través de algunas obras de la colección permanente y en la Tienda del Museo ha desarrollado la línea Delicathyssen en la que se incluyen productos locales de excelente calidad (aceite, chocolate, vino, conservas…).
Prólogo del El Thyssen en el plato de Guillermo Solana, director artístico del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
Entre las deliciosas sátiras de Borges y Bioy Casares en sus Crónicas de Bustos Domecq, hay una (“Un arte abstracto”) que pretende ser una historia de la cocina de vanguardia en el siglo XX. Una historia apócrifa e irónica, por supuesto. En busca de una cocina puramente culinaria, por fin emancipada del aspecto visual y de los “platos bien presentados”, el pionero Pierre Moulonguet reduce todos los alimentos a “una grisácea masa mucilaginosa”. Otro avanzado, un tal Darracq, dará un paso aún más radical: en su restaurante sirve platos con sus colores de siempre pero, en el momento decisivo, con un gesto duchampiano, apaga la luz.
Los chefs que han participado en este libro no son de la escuela purista de Moulonguet y Darracq y nos ofrecen un fantástico despliegue de la cocina como arte visual, a través de una asombrosa variedad de maneras de servir el Thyssen en la mesa. Algunos de ellos crean réplicas muy literales del cuadro en el plato; Carme Ruscalleda recomienda incluso un plato rectangular “para recrear con más detalle” un Moholy-Nagy. O Paco Torreblanca con su tarta kandinskiana. A veces la afinidad se concentra en una técnica, como el dripping pollockiano de Sacha Hormaechea. O en un detalle en trompe l’oeil, como la piel de tigre de un cuadro de Dalí simulada con tinta de calamar sobre láminas de boniato fritas por Roberto Martínez Foronda. A todo esto, hay casos de heterodoxia manifiesta, como el “Mondrian” de ostras de Juan Mari y Elena y Arzak donde juega un gran papel el color verde, rigurosamente proscrito por Mondrian, qué escándalo.
Pero la conexión entre cuadro y plato no tiene por qué ser el color ni la forma. La mejor “traducción” de un paisaje boscoso puede ser un plato de setas, según demuestran en sus respectivas creaciones Víctor Arguinzoniz y Paco Morales. El reverso de la cocina como arte visual sería la pintura como arte gastronómico. ¿A qué saben los cuadros? Los cuadros producen emociones y la tarea del cocinero, como dice Samy Alí, es “trasladar emociones a sabores”.